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SENSACIONES DE BILBAO
M
IGUEL
DE
U
NAMUNO
EL DULCE PASADO
What were the world, or other worlds, or all the brightest future, without the
sweet part...?
LORD BYRON, Heaven and Earth; a mystery. sc. III.
«¿QUÉ sería el mundo, u otros mundos, o todo el más brillante porvenir sin el
dulce pasado?», dice Anah, en vísperas del diluvio universal, en el misterio
dramático byroniano «Cielo y Tierra». Anah, la mujer de Jafet, el hijo de Noé,
enamorada de un ángel, Azaziel, en vísperas del diluvio que va a anegar todo
el pasado, acuérdase de este pasado, del dulce pasado, que es toda la realidad,
la única realidad. Y más después exclama: «¡Oh, las tiendas de mi querido
padre, mi rincón nativo, y montañas, tierras y bosques! Cuando no seáis,
¿quién enjugará mis lágrimas?».
Anah, la byroniana, no bíblica, creía estar enamorada del ángel Azaziel
—«viendo los hijos de Dios a las hijas de los hombres, que eran hermosas,
escogieron mujeres de entre ellas» (Gén. VI, 2) —de Azaziel, que como ángel
que era, no vivía más que en el porvenir y para el porvenir, pero en realidad
estaba enamorada de Jafet, el hombre hecho del légamo de la tierra y que,
como hombre, no vivía más que en el pasado y para el pasado.
¡Que cualquier tiempo pasado fue mejor!
Francesca, la de Rimini, dirá lo que quiera, pero aquellas sus palabras
inmortales de que «no hay mayor dolor que acordarse del tiempo feliz en la
miseria», derramaban una indecible dulzura sobre su tormento todo. Ella,
Francesca, la voluptuosa, al recordar su pasado, al recordar el momento eterno
de la caída, il disiato riso, el beso que la unió para siempre a Paolo, se derrite
en un dulcísimo dolor. Un beso trágico es su existencia toda. ¿Y es eso
infierno? ¡Ah, no!
«¡Qué terriblemente reaccionarios somos!», me decía una vez uno que se
jactaba de futurista. «No somos otra cosa —le contesté— ni podemos ser otra
cosa, porque no conocemos más que el pasado, y sólo se quiere lo que se
conoce, y porque en el porvenir no buscamos más que pasado, uno u otro
pasado».
¿Para qué, para qué ir a buscar mi rincón nativo, mi bochito, las montañas y
tierras y bosques que rodean a la Villa, para qué si no han de enjugar las
lágrimas que hacia dentro de sí mismo llora mi corazón mejor que las enjugan
los recuerdos de esas montañas y esas tierras y esos bosques? Allí, donde
estuvo mi Bilbao, ha cambiado mucho que aquí dentro, donde le guardo, no
cambia. ¿Que no cambia? ¡Se disuelve conmigo!
Oigo de pronto en la mesa, mientras restauro mi cuerpo, un nombre:
¡Pepachu!, y este nombre es una evocación. Me llega envuelto en una niebla
de primera aurora, de mi primera aurora, y no logro asir más que el nombre.
Al conjuro de ese nombre: ¡Pepachu!, vibra toda mi niñez, pero como algo de
otro mundo, del otro mundo, de un mundo anterior a mi primer aurora. ¿Quién
fue Pepachu? Sólo recuerdo que fue una que me fue familiar en mi niñez y de
la que yo no conservo ni imagen ni reminiscencia de sus dichos ni hechos. A
aquel que haya olvidado la lengua de su niñez, y que al llegar a viejo oiga
rezar el padrenuestro en esa lengua y sin entenderlo, ¿qué le pasará?
Llevamos dentro enterrados los que fuimos, nuestros yos de antaño, y ¿qué
cadena hay entre ellos? La de la continuidad, se dice. Cada uno de nosotros es
una generación. ¡Y sólo en esta cadena vivimos, oh, dulce pasado!
¿No te ha ocurrido nunca, lector que me lees, sentarte en el muerto hogar de
tus abuelos, a los que no conociste, y soñando allí, la frente entre las palmas de
las manos, junto a la ceniza, tratar de resucitar a tus abuelos en ti? ¿No has
hostigado nunca dentro de tu alma a las almas de los que te precedieron? ¿No
te has esforzado por recordar los recuerdos de la niñez de tu padre, de tu
abuelo? ¿No has buscado en tu corazón la eternidad del dulce pasado? Porque
lo eterno no es el porvenir, lo eterno es el pasado. Solamente lo que pasa,
queda.
Sí, sí, uno se revuelve a las veces acrimonioso y sarcástico contra los
alabadores del pasado, contra los tradicionalistas, contra los que se acongojan
ante el diluvio, pero...
Subiendo por el valle de Ceberio la carretera que nos lleva de Miravalles a
Castillo de Elejabeitia —o sea Arteaga de Arratia—, he ido soñando en lo que
aquel dulce valle arratiano, donde siendo casi un niño lloré las primeras
lágrimas de congoja impersonal, debió de ser antes de que hubiese carretera,
en la niñez de mi abuelo materno. El riachuelo sigue cantando su canción, la
de antaño, la que brizó sus siestas de niño, junto a la casería en que naciera. En
cambio, de la casa de mi padre y de los padres de mi padre, en Vergara, no me
queda más que un dibujo que hice hace ya años de ella. La derribaron y allí me
dicen que hay un mercado. ¿Para qué he de volver a ver aquella plaza y volver
a soñar en ella un pasado anterior al mío? Porque nos cabe soñar nuestro
pasado de antes de haber nacido. Nuestro, sí, nuestro. ¿O es que no venimos
de la eternidad como vamos a ella?
¿Quién sabe si al morirse uno descubrirá quién ha sido de veras y qué ha sido
siempre? ¿Quién sabe si al morirse se nos abre en vez de una eternidad de
porvenir una eternidad de pasado? ¿O quién sabe si esta visión de la eternidad
de nuestro pasado no es sino el disfrute de nuestra eternidad de porvenir?
¿Sueños? ¡Sí, sueños! ¡Soñemos, alma, soñemos!
Y estos sueños se nos vienen ahora en que como un diluvio terrenal se cierne
sobre nuestros corazones y nuestras cabezas un porvenir de la más aborrascada
negrura, cuando truena en lontananza, allí donde se pone el sol, y de los
nubarrones preñados de pedrisco brota el relámpago.
«¡Retrógrado!». ¿Y quién sabe cuál es la verdadera dirección de nuestro
movimiento? ¿Quién sabe si mientras creemos ir del recuerdo a la esperanza
no vamos en realidad de la esperanza al recuerdo? No es más que esperanzas
de recuerdos la juventud, y no es la vejez más que recuerdos de esperanzas.
Espera el joven recordar un día y el viejo recuerda haber esperado y recuerda
también esperar. ¡Se acuerda de esperar!
¡Oh, Bilbao de mis recuerdos y de mis esperanzas, de mis recuerdos de
esperanzas y de mis esperanzas de recuerdos también, cómo trato de recoger el
que hace treinta años soñaba que habría de ser hoy! ¡Y aún más allá, mucho
más allá! ¡Es decir, aún más adelante, mucho más adelante, aún más en el
porvenir! Oh, mi rincón nativo, y montañas y tierras y bosques que le ceñís,
cuando no seáis, ¿quién enjugará mis lágrimas? Y no seréis cuando yo no sea.
Oh, mi Bilbao, mi Bilbao, mi dulce pasado, ¿no eres tú acaso toda la eternidad
de mi porvenir?
LA OBRA DE ARTE DE ADOLFO GUIARD
HACE más de treinta años, cuando éramos unos mozos los que empezamos ya
a presumir de viejos, mantenía-se el arte de la pintura en Bilbao en una especie
de estado de inocencia. Aplicando el concepto de honradez en el mismo sutil y
algo malicioso sentido en que lo aplicara don Marcelino Menéndez y Pelayo al
hablar de la honrada poesía vascongada, cabe decir que era entonces honrada,
honradísima, la pintura vascongada. Honrada en el doble sentido de la palabra,
el bueno y el otro. Era honrada e inocente. Y al llamarla así no me refiero a los
asuntos que trataba —el asunto en un cuadro no suele ser más que la literatura
— sino al modo de tratarlos, a lo estrictamente artístico en pintura.
Había pasado rápidamente por su pueblo natal para ir a morir en ese París que
ha adoptado a otros de su linaje, aquel pintor ingenuo, tan honrado artista y tan
español que fue el bilbaíno Zamacois, de una familia tan fecunda en artistas.
Barrueta pintaba sus retratos más que honrados, concienzudos, y a las veces de
una conciencia de cuadriculado. Bringas trazaba sus dibujos ligeros y sueltos.
Lecuona, el guipuzcoano, nos enseñaba dibujo y pintura a los más de los que
en Bilbao lo han cultivado y a los que como aficionados lo aprendíamos
o lo hemos abandonado después. Fue en el estudio de Lecuona donde conocí a
Adolfo Guiard, como conocí allí a Anselmo Guinea, los dos mayores que yo, y
a Paco Durrio, éste posterior y más joven.
De la pintura de Lecuona he dicho en otra parte. Era muy honrada; sin duda,
demasiado. Eran cromos algo obscuros en que aparecía el nativo país y sus
hombres, los jebos o guizones, vistos al través de Teniers. Lo que no era verlos
mal. Pero no era, ¡gracias a Dios!, aquella horrenda y deshonrosa escuela que
podríamos llamar histórica o más bien escenográfica, la de los deshonrados
cuadros de historia. A Lecuona no se le ocurrió, que yo sepa, ningún Rey
Monje, o Robos de las Sabinas, o Invasión de los Bárbaros, o Muerte de
Lucrecia. No aprendió en su estudio el pobre Marcoartu aquello del Señor de
Vizcaya muerto por don Pedro el Cruel. El mismo Guinea trajo de Roma
alguna de esas mascaradas históricas en que se ve a los barrenderos
disfrazados de marqueses. El buen Lecuona no se rindió a aquella asoladora
galerna antiartística y mantuvo, a su modo, el sentimiento de una pintura
íntima y directa. Y en esto fue honradísimo.
En la época a que me refiero, hace unos treinta años, mientras Guinea, de
vuelta de Italia, donde había estado pensionado y antes de su conversión
artística, daba pintura de pensión romana, con todas las de la ley académica,
Adolfo Guiard y Larrauri, achuriano, lo que es decir bilbainísimo, pero hijo de
francés, caía en Bilbao, su pueblo natal, de vuelta de París. Caía, es la palabra.
Y cayó trayendo toda la técnica pictórica y toda la retórica literaria del
impresionismo francés. Oírle hablar de arte era oír, traducido al más puro
bilbaíno, a bilbaíno de Achuri, las doctrinas entonces revolucionarias de los
pintores de Manette Salomon, de los Goncourt. Pero ello hecho propio y con
un fuerte tono de originalidad. Verdad es que la originalidad está en el tono.
Derramaba su inagotable ingenio por todos los chacolíes de los apacibles
alrededores del bochito, y veía con ojos escudriñadores al jebo. Porque a éste,
al aldeano vizcaíno, nadie acaso le ha conocido mejor que Adolfo Guiard. Y le
conoció porque en vez de pretender zahondar en reconditeces psicológicas
abrió bien los ojos y le miró de pies a cabeza, con mirar de pintor
impresionista. Y le envió al aire libre, bajo el cielo desnudo. Porque Guiard
fue acaso quien más llevó a mi tierra lo del plein air. Como que a su amor por
el campo ha debido el no haber muerto más joven aún.
¿Quién que le haya tratado olvidará la charla de Guiard? Hecha al parecer de
improvisaciones, pero sólo al parecer. Porque Guiard no improvisaba. Sus
frecuentes eclipses, para caer al cabo de algún tiempo de nuevo en las tertulias
de los amigos, respondían a la necesidad de renovar su repertorio. Lo cual es
profundamente honrado, y en el mejor sentido de este ambiguo término.
Quiero decir que es profundamente hábil. Y así como no improvisaba en su
arte conversacional, improvisaba aún menos en su pintura. En ésta sí que era
concienzudo.
A los honradísimos e inocentones aldeanos de Lemona, casi siempre
encerrados en un interior penumbroso, o en un campo que parecía un interior,
en un campo empastado y de luz disciplinada en academia, los sacó Guiard al
campo libre y los puso bajo el cielo, acusando sus contornos y bañándolos de
limpidísimo azul, en vez de la sierra opaca de su primer maestro.
Lo que domina en el arte pictórico de Guiard es el contorno; sus figuras son
siluetas. Diríase de sus cuadros, de reducidas dimensiones casi todos ellos, que
más que de pintura son de dibujo iluminado. Era de los que primero dibujan la
figura, y a toda conciencia, y luego le dan color. Un color ligero y trasparente.
Y nunca olvidaré a este respecto lo que le oí un día a un hombre del pueblo
que contemplaba en el escaparate de la tienda de Pacho Gaminde, en la calle
del Correo, un cuadro de Guiard representativo de un aldeano de Unzueta
recogiendo juncos en las marismas de la ría de Guernica. Y es que, después de
haberlo bien visto, exclamó: «¡Parese un trasparente!».
Y así es. La pintura de Guiard es trasparente. La luz, luz azul casi siempre o de
un verde tierno, viene de detrás de las figuras, de dentro de ellas más bien. Los
hombres, y sobre todo los niños, que pintaba son luminosos y alegres. Os
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