El Clavo (Pedro Antonio de Alarcón, 1850).pdf

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El clavo
Causa célebre
-I-
El número 1
- II -
Escaramuzas
- III -
Catástrofe
- IV -
Otro viaje
-V-
Memorias de un juez de primera instancia
- VI -
El cuerpo del delito
- VII -
Primeras diligencias
- VIII -
Declaraciones
- IX -
El hombre propone...
-X-
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Un dúo en «mi» mayor
- XI -
Fatalidad
- XII -
Travesuras del destino
- XIII -
Dios dispone
- XIV -
Tribunal
- XV -
El juicio
- XVI -
La sentencia
- XVII -
Último viaje
- XVIII -
Moraleja
-I-
El número 1
Lo que más ardientemente desea todo el que pone el pie en
el estribo de una diligencia para emprender un largo viaje,
es que los compañeros de departamento que le toquen en
suerte sean de amena conversación y, tengan sus mismos
gustos, sus mismos vicios, pocas impertinencias, buena
educación y una franqueza que no raye en familiaridad.
Porque, como ya han dicho y demostrado Larra, Kock,
Soulié y otros escritores de costumbres, es asunto muy
serio esa improvisada e íntima reunión de dos o más
personas que nunca se han visto, ni quizá han de volver a
verse sobre la tierra, y destinadas, sin embargo, por un
capricho del azar, a codearse dos o tres días, a almorzar,
comer y cenar juntas, a dormir una encima de otra, a
manifestarse, en fin, recíprocamente con ese abandono y
confianza que no concedemos ni aun a nuestros mayores
amigos; esto es, con los hábitos y flaquezas decasa y de
familia.
Al abrir la portezuela acuden tumultuosos temores a la
imaginación. Una vieja con asma, un fumador de mal
tabaco, una fea que no tolere el humo del bueno, una
nodriza que se maree de ir en carruaje, angelitos que lloren
y demás, un hombre grave que ronque, una venerable
matrona que ocupe asiento y medio, un inglés que no
hable el español (supongo que vosotros no habláis el
inglés), tales son, entre otros, los tipos que teméis
encontrar.
Alguna vez acariciáis la dulce esperanza de hallaros con
una hermosa compañera de viaje; por ejemplo, con una
viudita de veinte a treinta años (y aun de treinta y seis) con
quien sobrellevar a medias las molestias del camino; pero
no bien os ha sonreído esta idea, cuando os apresuráis a
desecharla melancólicamente, considerando que tal
ventura sería demasiada para un simple mortal en este
valle de lágrimas y despropósitos.
Con tan amargos recelos ponía yo el pie en el estribo de la
berlina de la diligencia de Granada a Málaga, a las once
menos cinco minutos de una noche del otoño de 1844;
noche oscura y tempestuosa, por más señas.
Al penetrar en el coche, con el billete número 2 en el
bolsillo, mi primer pensamiento fue saludar a aquel
incógnito número 1 que me traía inquieto antes de serme
conocido.
Es de advertir que el tercer asiento de la berlina no estaba
tomado, según confesión del mayoral en jefe.
-¡Buenas noches! -dije, no bien me senté, enfilando la voz
hacia el rincón en que suponía a mi compañero de jaula.
Un silencio tan profundo como la oscuridad reinante
siguió a mis buenas noches.
«¡Diantre! -pensé-. ¿Si será sordo..., o sorda, mi epiceno
cofrade?»
Y alzando más la voz, repetí:
-¡Buenas noches!
Igual silencio sucedió a mi segunda salutación.
«¿Si será mudo?» -me dije entonces.
A todo esto, la diligencia había echado a andar, digo, a
correr, arrastrada por diez briosos caballos.
Mi perplejidad subía de punto.
-¿Con quién iba? ¿Con un varón? ¿Con una hembra? ¿Con
una vieja? ¿Con una joven? ¿Quién, quién era aquel
silencioso número 1?
Y, fuera quien fuese, ¿por qué callaba? ¿Por qué no
respondía a mi saludo? ¿Estaría ebrio? ¿Se habría
dormido? ¿Se habría muerto? ¿Sería un ladrón?...
Era cosa de encender luz. Pero yo no fumaba entonces, y
no tenía fósforos.
¿Qué hacer?
Por aquí iba en mis reflexiones, cuando se me ocurrió
apelar al sentido del tacto, pues que tan ineficaces eran el
de la vista y el del oído...
Con más tiento, pues, que emplea un pobre diablo para
robarnos el pañuelo en la Puerta del Sol, extendí la mano
derecha hacia aquel ángulo del coche.
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