El último guión de Rafael Azcona (Juan Antonio Ríos Carratalá, 2008).pdf
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El último guión de Rafael Azcona
Juan Antonio Ríos Carratalá
Universidad de Alicante
ja.rios@ua.es
Resumen
Dirigida por José Luis Cuerda, la película Los girasoles ciegos –adaptación cinematográfica del libro
homónimo de Alberto Méndez, de 2004– fue estrenada el 29 de agosto de 2008, poco tiempo
después de la muerte de su guionista, Rafael Azcona. El trabajo analiza la producción reciente del
escritor logroñés, haciendo foco especialmente en este su último trabajo y sus relaciones con la obra
de Méndez, en la promoción de la película, en su repercusión pública y en su recepción crítica por
parte, fundamentalmente, de la prensa periódica.
Palabras clave: Rafael Azcona – cine – Los girasoles ciegos – Alberto Méndez – José Luis Cuerda
Rafael Azcona (19262008) era sobrio y escueto en sus mensajes por correo
electrónico. Un día del verano del 2007, cuando le había animado a que recopilara en un
volumen las numerosas y sabrosas anécdotas que con tanta gracia contaba en las
entrevistas, recibí una contestación escrita con la serenidad de quien nunca hizo
espectáculo de sí mismo. Le acababan de diagnosticar un cáncer de pulmón y lamentaba no
estar disponible para el nuevo empeño en el que le había ofrecido mi ayuda. Ni siquiera en
esa ocasión perdió el buen humor, pues añadía que tampoco quería presumir o darse
importancia a la hora de comunicar a los amigos la enfermedad que le afectaba. Rafael
Azcona había superado la barrera de los ochenta, pero nunca quiso convertirse en un
abuelo latoso en demanda de protagonismo. Fue coherente hasta el final y de su bien morir,
algo tan rematadamente difícil, pudimos recibir su última lección, aunque nunca se
considerara maestro de nada.
Desde aquella fecha sólo intercambiamos unos pocos mensajes por correo
electrónico. En uno de ellos le contaba la reacción de mi hijo, un chaval de doce años,
cuando vio la escena final de La lengua de las mariposas (1999). Aquella pedrada del niño a
su maestro republicano fue una imagen dura, capaz de provocar alguna lágrima disimulada
para aparentar una prematura madurez como espectador. Hablamos largo y tendido sobre
una película que invita a la reflexión. Mi hijo comprendió que todos corremos el riesgo de
acabar lanzando esa pedrada contra lo más querido y, desde entonces, nunca se le ha
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olvidado una imagen inquietante, digna de “las historias de moral difícil”. Imaginé que esta
experiencia podría emocionar a Rafael Azcona porque, en el fondo, cualquier creador desea
saber acerca de la reacción de los espectadores o los lectores ante sus obras. Se la conté y,
apenas unas horas después, recibí un mensaje suyo donde por primera vez afloraba un
lenguaje cargado de sentimiento. Siempre educado y atento, me había dado las gracias por
un momento de reconocimiento, pero en realidad era yo quien, como tantos otros, se las
debía dar por haberme permitido disfrutar de una obra cuyos parámetros fundamentales he
interiorizado en mi propia manera de ser y trabajar. Aquellas anécdotas sin recopilar
evidenciaban una filosofía útil y a ras de suelo, lista para ser aplicada en múltiples facetas
de esa vida que él supo observar sin anteojeras de ningún tipo.
Rafael Azcona decidió trabajar hasta el último momento. Apenas unos días antes de
fallecer, dejó listo el original de la nueva versión de Los ilusos (1958), una novela sobre la
que hablamos a menudo durante el verano del 2006. Preparaba yo entonces un artículo
acerca de la misma para una revista universitaria (Anales de Literatura Española,
nº 20) y
Rafael, como en tantas ocasiones, siempre me atendió a la hora de resolver dudas,
facilitarme pistas o referencias y explicarme parte de lo que había detrás de ese espléndido
retrato del Madrid que conoció cuando llegó a la capital procedente de Logroño. Tal vez esa
recuperación de una novela casi olvidada, injustamente, y la propuesta de un editor le
bastaran para reescribir lo que ya estaba bien escrito. Así se lo comenté en más de una
ocasión, pero Rafael Azcona consideraba que sus novelas de juventud debían ser
reelaboradas sin la presión de la censura, sin prisas por entregar y, sobre todo, con la
experiencia de cincuenta años dedicados a la escritura. Llegó a tiempo de entregar el
original, pero no pudo ver la correspondiente edición (Azcona, 2008) que también
recuperaba las espléndidas ilustraciones de Antonio Mingote.
Durante el verano del 2007 y gracias a nuestro común amigo José Luis García
Sánchez, pude asistir al rodaje de algunas escenas de la serie Martes de carnaval, basada
en la homónima colección teatral de ValleInclán. Sabía del proyecto desde bastante antes,
habíamos comentado algunos de los problemas que planteaba cualquier adaptación
cinematográfica de las obras del autor gallego y, para mi sorpresa, un día Rafael Azcona me
escribió comunicándome que la solución para hilvanar las tres piezas era sencilla. Al leerla,
reducida apenas a un par de líneas con una lógica aplastante, decidí releer también las tres
obras recopiladas en Martes de carnaval
y comprendí que de nuevo Rafael Azcona tenía
razón. Éramos nosotros, los profesores o supuestos especialistas, quienes tendíamos a
complicar lo que en realidad podía ser abordado con la sencillez y el espíritu práctico de
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tantos de sus guiones.
Gracias también a José Luis García Sánchez, he podido ver los tres capítulos de una
serie producida por GONA, sacada adelante gracias al empeño colectivo de una amplia
nómina de actores (Juan Luis Galiardo, Juan Diego, Adriana Ozores…) y todavía no
estrenada cuando escribo estas líneas. Me temo que la programarán en horario de
madrugada, sin aviso previo y como un compromiso ineludible. Es el destino habitual de
este tipo de trabajos que todavía apuestan por el maridaje entre la televisión y la cultura,
como se hiciera en algunas recordadas series de los años ochenta basadas en textos
clásicos de la literatura española. Estoy seguro, además, de que su director José Luis
García Sánchez recurrirá al buen humor cuando reciba las críticas habituales ante cualquier
adaptación de las obras de ValleInclán, un autor considerado como maldito a la hora de ser
llevado a las pantallas. Algunos depositarios de las esencias de su obra y teóricos del
esperpento tenderán a escandalizarse porque se habrán conculcado unos “principios” cuya
interpretación deja un amplio margen, pero el director ya cuenta con la experiencia de
Divinas palabras (1987) y Tirano Banderas (1993) y, supongo, está curado de espanto.
Por otra parte, la labor realizada en la adaptación me parece interesante si todavía
admitimos la posibilidad de una televisión menos adocenada y unos espectadores
dispuestos a admitir lo distinto y hasta peculiar con respecto a la programación. También
considero la serie de José Luis García Sánchez coherente con unos textos de ValleInclán
que, despojados de tanta bibliografía crítica a menudo prescindible, ahora me resultan más
sencillos, directos y hasta populares en su plasmación dramática con sabor de parodia. La
mirada de Rafael Azcona como observador o lector siempre tendía a ordenar y simplificar,
pero quitando cualquier connotación negativa a esta última operación. En su caso, consistía
en eliminar adherencias o elementos superfluos, ir al meollo de la historia y no pretender
“ponerse estupendo” como se dice en Luces de bohemia
(1924).
Lo podremos comprobar
una vez más cuando se difunda la serie que, por las noticias que me llegan, también tendrá
una versión cinematográfica.
Mientras la enfermedad avanzaba, Rafael Azcona seguía frente al ordenador, fiel a
su voluntad de no perder un solo día en lamentaciones y hasta que todo terminara con un
lacónico “Ya está”, según han contado los allegados. Muchos amigos subrayaron esta
actitud con admiración cuando se difundió la noticia de su fallecimiento. Durante estos
últimos años he asistido en España a circunstancias similares relacionadas con autores a
quienes, por razones académicas, he seguido con especial dedicación. Nunca antes había
visto una avalancha semejante de textos tan alejados de las habituales necrológicas y
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donde la amistad, sincera, era el denominador común. De Rafael Azcona no se escribía o
hablaba por conveniencia o prestigio, como un obligado reconocimiento hacia el fallecido
que apenas puede escapar del tópico o la retórica. Podríamos comparar lo publicado con
motivo de su muerte con los textos dedicados a los fallecimientos de Camilo José Cela o
Francisco Umbral. Pronto se percibiría la nota personal, de verdadera amistad y hasta de
simpatía entrañable en unos artículos alejados de las necrológicas al uso y prestos a la
sonrisa, tan característica de un autor que supo alejarse de lo solemne y aburrido. Y, a la
hora de morir, Rafael Azcona también consiguió que sus numerosos amigos siguieran ese
mismo camino para seguir vivos, dispuestos a sonreír una vez más con las paradojas de la
vida. Como ya sabemos, en las necrológicas o en las declaraciones públicas de los
allegados siempre los fallecidos se convierten en personas excelentes e incluso dignas de
ser añoradas. En este caso, nadie tuvo la necesidad de recordarlo porque era evidente
hasta en el tono o el estilo de las intervenciones. La añoranza, tantas veces rechazada
como inútil por el guionista, se había convertido en una voluntad de compartir sonrisas con
sus anécdotas, paradojas y reflexiones de atento observador de la cotidianidad que a todos
nos afecta. Le sorprendía cada mañana, cuando se alegraba ante la perspectiva de un
nuevo día con vida.
Rafael Azcona nunca pensaría en el destino porque sería una de las cuestiones que
le daban dolor de cabeza, por trascendentales y aburridas. Contaba a menudo que una
noche de verano, yendo en bicicleta por la Ibiza de finales de los cincuenta, se puso a
pensar en las estrellas, el cosmos… y se cayó. No volvió a cometer esa equivocación. Sin
embargo, resulta curioso que su último guión llevado a la pantalla de los cines haya sido la
adaptación de Los girasoles ciegos
(2004), de Alberto Méndez (19412004). Este “ciclo de
cuentos”
1
ahora aclamado por la crítica y traducido a numerosos idiomas fue publicado
pocos meses antes de que falleciera su autor, que no llegó a saber de los premios obtenidos
por sus relatos
2
y de un éxito de ventas
3
que nos reconforta. En buena medida se ha basado
en el boca a boca, en las recomendaciones de los lectores dispuestos a compartir la
Utilizo la definición genérica dada por Fernando Valls (2005) para referirse a los cuatro cuentos
incluidos en la obra de Alberto Méndez publicada en Barcelona por Anagrama. En estos libros de
relatos, las piezas, aunque mantengan su valor independiente, aparecen asimismo trabadas,
generando otra unidad de sentido distinta.
2
Antes de empezar la producción de la película, la obra de Alberto Méndez había recibido tres
premios en España: Premio Nacional de Narrativa (2005), Premio de la Crítica (2005) y Premio
Setenil (2004).
3
Cuando escribo estas líneas, octubre de 2008, la editorial Anagrama indica en su página electrónica
que ha vendido más de ciento cincuenta mil ejemplares de una obra que va por la vigésimo segunda
edición.
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memoria sobre un tiempo terrible: la inmediata posguerra española. Entre ellos se
encontraba el propio Rafael Azcona, así como su amigo José Luis Cuerda y el productor
Fernando Bovaria. Estos cineastas ya habían colaborado con éxito en La lengua de las
mariposas, cuyo guión se escribió a partir de varios relatos de Manuel Rivas. Casi estaba
cantado que los tres acabaran interesándose por la obra de Alberto Méndez, que compartía
con el citado autor gallego un tiempo de posguerra y unas historias de moral difícil como las
que le gustan a José Luis Cuerda. El proyecto cuajó, pero el destino parece repetirse
porque, si el autor de Los
girasoles ciegos no
supo de premios y reediciones, tampoco
Rafael Azcona ha vivido para ver en la pantalla el resultado de un trabajo que, en estos
momentos (octubre de 2008), ha sido elegido por la Academia para representar a España en
los Oscar. Estas cuestiones al guionista le traían al pairo sin caer en lo aparatoso de una
mera pose; no era su estilo. Rafael Azcona no habría asistido jamás a semejante ceremonia
porque se sentía incómodo en esas circunstancias y sabía decir no, una de las claves de su
coherencia en público. Sin embargo, nos queda esa sensación de melancolía al contemplar,
por primera y única vez, una película que nuestro amigo sólo pudo imaginar en la pantalla
de su ordenador.
La adaptación cinematográfica de Los girasoles ciegos ha contado con una excelente
promoción gracias al poderío mediático de SOGECINE y ha cosechado una aceptable
respuesta en taquilla con más de medio millón de espectadores, lo que ha supuesto una
recaudación de cuatro millones de euros durante su primer mes de exhibición. La productora
y sus artífices tendrán motivos de satisfacción cuando también se anuncia unas
prometedoras ventas al extranjero, pero su recepción crítica en la prensa española ha
resultado polémica y hasta despreciativa. También desagradable, al menos por lo
sintomática de un panorama de justicieros dispuestos, pluma o teclado en ristre, a enmendar
la plana a cuantos se atreven a acometer una empresa cinematográfica compleja y
ambiciosa.
Los girasoles ciegos se
estrenó el 29 de agosto de 2008. Cuando pocos días
después tuve la oportunidad de verla, pensé con la ingenuidad de un simple espectador que
la película de José Luis Cuerda mostraba pocos flancos débiles. No me atrevo a decir que
sea redonda o perfecta; ni siquiera la mejor de su veterano director. Hacer este tipo de
afirmaciones acerca de una película española casi sería una provocación en determinados
ámbitos periodísticos, pero salí del cine con la impresión de haber contemplado una obra
conmovedora como el texto en el que está basada, bien interpretada gracias a unos actores
volcados en su trabajo y realizada con el esmero (¿caligráfico?) de anteriores títulos de su
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Dispositivos técnicos y técnica estrafalaria. (Raquel Macciuci, 2008).pdf
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