14-Monstruos del Espacio.rtf

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monstruos

 

 

 

 

 

monstruos

del espacio

 

 

 

 

 

 

Por

F. W. Seymour


PRÓLOGO

 

PASAJE AL INFINITO

 

Robert se acercó a la gran ventana del laboratorio y miró hacia afuera. El paisaje nevado, las rocas que se alzaban entre pinos y cedros, los oscuros nubarrones que impedían ver los picos de las montañas vecinas, todo formaba en conjunto un marco adecuado para el ambiente donde estaba a punto de realizarse uno de los experimentos más trascendentales de la historia de la humanidad. Robert sonrió leve-mente; un marco natural para rodear a algo que estaba contra las leyes mismas de la naturaleza.

Apartándose de la ventana, volvió al centro del laboratorio. Dick Farnum, su ayudante, lo miró serio. Robert sabía que el muchacho no se sentía muy a gus-to en su compañía y no alcanzaba a saber por qué. No había entre ambos tanta diferencia de edad como para mantenerlos distancia-dos: él tenía poco más de treinta años, y Dick rondaba los veinti-cinco. La diferencia estribaba en algo más profundo. Era de índole intelectual. Robert Axton a los treinta años era uno de los físicos atómicos más brillantes del siglo, a lo que se unía una curiosidad científica que generalmente iba

más allá de lo normal en el investigador. Tal vez a esto se debían los numerosos títulos académicos acumulados en pocos años. Médico a los veintiuno, bioquímico un año después y doctor en Física los veintitrés, poseía una fortuna personal heredada de sus abuelos que le había permitido dedicarse al estudio libremente y sin los problemas cotidianos que muchas veces influyen en forma adversa en la vida de los investigadores.

Claro que su vida era solitaria, alejada de sus semejantes, pero no lo advertía siquiera, enfrascado en sus especulaciones científicas. Por eso se había construido un refugio en alto de los Montes Apalaches, en medio de nieves eternas y ventisqueros infranqueables. Allí estudiaba y trabajaba, combinando sus conocimientos de Biología con la Física Atómica, en busca de algo que obsesionaba. Algo que hubiera provocado reacciones explosivas en el mundo científico académico. Robert reía aún al recordar la reacción de Otfried von Berg, el eminente físico y de de Renato Gianni, el célebre biólogo, al explicarles sus teorías.

¡Es absurdo! había dicho Von Berg. Lamento que un joven con sus dotes intelectuales pierda el tiempo con semejantes tonte-

rías en lugar de dedicarse a la investigación seria.

¿Usted llama investigación seria al perfeccionamiento de la bomba de cobalto, profesor? había contestado levemente fastidiado.

El italiano Gianni había sido menos cáustico. Estimaba Robert, que fuera durante dos años su alumno predilecto.

¿Por qué no abandonas los: sueños utópicos y haces algo por tus semejantes, Rob?

¿Qué cree que es esto, doctor? ¿Usted sabe hasta qué punto se beneficiará la humanidad cuando pueda aplicar mis teorías? Pero el biólogo había reído secamente.

La humanidad no necesita milagros, sino paciencia y buena voluntad, Rob... ¿Sabes cómo te llamarán si llegan a enterarse de tus experimentos?

¿Cómo?

Frankenstein. Ahora, un año después de aquella conversación, todo estaba a punto. El pequeño ciclotrón listo, la substancia proteica compleja que pensaba bombardear con neutrones, preparada... Tan sólo faltaba resolverse.

Sintiendo la mirada de Dick clavada sobre él, frunció el ceño. ¿Ya está todo en orden, verdad, Dick?


Si, doctor el muchacho va-ciló. ¿Está usted seguro, doctor? Quiero decir..., ¿piensa utilizar el ciclotrón en el experimento?

¡Naturalmente! ¿Por qué cree que lo he adquirido? Me costó una fortuna.

El ayudante estaba nervioso. No es eso, doctor. Pero usted ha hecho algunas modificaciones que no alcanzo a comprender pero temo que hagan peligroso el funcionamiento de ese aparato.

Robert lanzó un suspiro y dejando el tubo de ensayo que tomara, se volvió hacia el muchacho.

Escúchame, Dick... dijo. Yo no realizaría ningún experimento peligroso sin tomar todas las precauciones razonables...

Esto era cierto y el ayudante lo sabía. Además prosiguió el físico, si se tratara de algo realmente arriesgado, no lo llevaría a cabo...

Ahora mentía, esto lo sabían los dos. Claro que Dick Farnum no se atrevía a confesarlo.

Ya lo sé, doctor... Sólo que... el muchacho guardó silencio y bajó la mirada. Robert frunció el ceño.

¿Qué pasa? Vamos a ver... Hace un año que trabajamos juntos y me parece que aún no nos hemos puesto de acuerdo, Dick.

Dígame qué le ocurre... inquirió.

El ayudante se armó de valor; Estaba pálido y era evidente que le costaba trabajo decidirse a hablar. Está bien, doctor dijo por fin¡Me parece que usted está tratando de franquear umbrales que le están vedados al ser humano!

Robert lo miró levemente sorprendido, como si hubiera esperado cualquier otra cosa menos esto. Luego lanzó una breve carcajada. ¿Usted también es capaz de llamarme "Frankestein"? ¡Vamos, Dick! ¡Reaccione! la mano del físico palmeó la espalda de su ayudante. Temo que hemos estado trabajando demasiado, ¿eh?

No es eso, doctor... Dick retrocedió un paso y frunció el ce-ño. Me parece que no quiero es-tar presente cuando usted realice el experimento. Es más... Creo que voy a marcharme ahora mis-mo. Robert recibió la noticia fría-mente.

Está bien murmuró. Si quiere arreglar nuestras cosas, ahora mismo le haré un cheque por sus honorarios. ¿Qué piensa hacer? Volveré a la Universidad de California para doctorarme en Física y Química y me dedicaré a la enseñanza. No sirvo para expe-rimentar el muchacho se rubori- y bajó la vista. Espero que no lo


tome a mal, doctor... Es que simplemente yo...

Está bien, Dick lo interrumpió Robert, sacando del bolsillo del...

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